martes, 2 de junio de 2015

Soledad Miranda




Nació en Triana. Desde joven le tiró aquello del artisteo. Y a comienzos de los 60 se metió en el cine. Desde entonces no paró hasta su muerte en accidente de automóvil en Lisboa. Estaba casada con un piloto de carreras portugués con quien tuvo un hijo.
Fue pajarillo revolandillero. No se afincó en un determinado nido bajo un alero protector. Quizás, golondrina de altos vuelos, quiso probarlo todo. Y lo probó. Pudo haber hecho lo que otras actrices trianeras hicieron. Decantarse por un estilo y una línea. La canción, el folklore, la comedia… Ahí estuvieron Carmen Sevilla, Paquita Rico, Antoñita Colomé, siguiendo un denominador común a lo largo de sus carreras.


Soledad, que nunca estuvo sola, empezó haciendo cosas a través de las cuales apuntó maneras para ser actriz de comedia y reina de las lentejuelas. “La bella Mimí”, “La reina del Tabarín”, o adentrándose en el melodrama saetero, torero y semanasantero como fue aquel “Currito de la Cruz” con Arturo Fernández y Paco Rabal. Pero nunca sabré si fue la ambición, la desorientación o la falta de una mano que la condujese, lo que la llevó a dar bandazos en el mundo del cine. Cuando más guapa estaba y mejor cantaba, no sé quien se la llevó a Almería (1966) y la puso a rodar “spaguetis western” de clase B. “Sugar Colt”, “100 rifles”… Esos altibajos lo sufrieron muchos actores españoles, pero todos terminaban volviendo a sus lugares de origen cuando habían conseguido “tapar agujeros económicos”…
Pero los bandeos de Soledad continuaron. Trabajó en una versión de “Cervantes”, lejos de otros estilos. Otra manera de abordar el cine. Pero tampoco se ancló en aquello. A pesar de que fuese una coproducción entre España, Francia e Italia, con Horst Buchold de protagonista interpretando a Cervantes en su juventud. Pues no. Pocos años después caía en las manos magnéticas de un director especialísimo del cine español: Jesús Franco o Jess Franco, que de las dos maneras podía llamarse y de hecho se llamaba. Y él fue quien vampirizó a nuestra Soledad: “El Conde Drácula”, “Eugenie de Sade”, “Vampiros Lesbos”, entre tantas otras del mismo estilo. Maestro de mucho, oficial de nada, que decía mi madre.
Su vida se debatió entre esfuerzos y búsquedas sin encontrarse a sí misma. No sé si por eso, un día encontró una muerte dramática (a los 27 años), como son todas las muertes, y en este caso prematura, en accidente de coche.
Voy a ser muy duro. Pero echando mano de otro refranete muy ibérico, me atrevería a decir aquello de que “entre todos la mataron y ella solita se murió”.
Desde Triana la seguimos recordando y quizás ahora podríamos estar todavía disfrutando de su arte y su belleza…

Joaquín Arbide 

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